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miércoles, 4 de julio de 2007

Sangre élfica

- ¿Y quién está a la cabeza del milagro? ¡Sangre élfica! ¡Sangre mirdain!

El regio elfo que hablaba ante las restantes cuarenta y ocho cabezas del consejo de Caledor se expresaba con una feroz dialéctica, con aplastante seguridad. Hubo asentimientos y cruces de miradas ante el apasionado discurso descargado en cuidadosas frases, cortantes e inapelables.

- Calma, mi buen Glórdain. Todo el mundo está de acuerdo en que Sir Gilead y micer Tassardur han hecho un gran trabajo a la cabeza de la recuperación que tan añejo reino, pero hemos de recordar que las guerras de los humanos no son asuntos nuestros.

- ¡Ésa es la decadencia del consejo! ¡Mientras alrededor el mundo se desmorona, nosotros mantenemos la cabeza agachada, compacientes en nuestra propia jaula dorada! ¡El Emperador de Ligenia eleva su voz como árbitro supremo de todas las Tierras del Oeste! ¡El Imperio Nassar crece y crece, aumentando su poder! ¡Nueva Lacedemonia se prepara para la guerra! ¡Los Haiga avanzan por la ruta de jade!

Más de una noble cabeza asintió. Así que toda la charla en defensa de la labor de los Tassardur era una excusa para llevar al campo de batalla los intereses políticos del propio Glordáin. Achacar al Consejo los males de los elfos. Todo mentiras, secretos, engaños y manipulaciones, cuchilladas en la arena política.

- Glordáin, callad - la voz del señor Ithilnarion, el miembro más antiguo del consejo,  rompió el ambiente creado como una maza el más delicado cristal- El Consejo reconocerá la labor de Sir Gilead y micer Elessar, pero no convirtáis esta reunión en un púlpito para vuestras ideas. ¿Estamos todos de acuerdo?

Cuarenta y siete cabezas asintieron. Una guardó silencio y quietud, y Glordáin negó enérgicamente. La decisión estaba tomada, democráticamente, entre un estruendoso aplauso.

lunes, 4 de junio de 2007

A nadie le importa

Permanecía encerrado.

Según el calendario de los hombres, Aenaráin - príncipe Aenaráin- había sido encerrado en aquella mazmorra húmeda a finales del año 2672. Contando las marcas que había ido dejando en la pared, debía de estar finalizando el otoño del año de 2688. Dieciséis años encerrado en aquél pedazo de piedra, con la compañía de los pájaros que cantaban en su pequeña ventana, al otro lado de los barrotes, y del rumor del mar que alcanzaba a ver, puesto sobre sus puntillas, como una línea festoneada de azul y plata.

Una sombra, era lo que quedaba del otrora altivo príncipe de Tor Alareth, respetado en las cuatro ciudades élficas del Mar del Norte. Una sombra depresiva y oscura, taciturna, silenciosa, que rumiaba oscuras promesas de venganza esperando el día en que, empuñando la espada, pudiera hacer justicia. 'Asesino', le habían llamado, cuando sólo había defendido el honor de su hermana. 'Asesino', y por defender el honor los hombres habían arrasado su ciudad, asesinado a su pueblo - a su querida Loradaine-, empañado su nombre y encerrado en esa mísera celda.

¿Dónde quedaba ahora la justicia? ¿Dónde estaban sus aliados y sus amigos? ¿Dónde la leatad? ¿Dónde los héroes élficos? A nadie le importaba la suerte del Príncipe Aenaráin ni la desgracia de Tor Alareth. Bardos élficos y trovadoras de suaves voces cantarían la desgracia de los salones de alabastro de la Ciudad de las Agujas en los opulentos salones de Caledor, y él, más longevo que cualquier hombre, observaría desde su agujero el paso de las dinastías en Gwyles, y tras su muerte, su nombre sería borrado de la historia, olvidado y perdido. A nadie de entre su pueblo (desde los príncipes de Caledor a los paladines de Corellon) le importaba su suerte, ya era un fragmento de la trágica historia élfica, una sombra que se apagaba.

Juntó las manos, se reclinó sobre su jergón de paja y rezó a Sûne para que alguien tuviera compasión de él.

domingo, 3 de junio de 2007

¿Puedes entenderlo, Enión?

"¿Puedes entenderlo?"

Al oír la familiar voz, la gran bestia removió su hocico escamoso y se volvió, gruñendo suavemente, para mirar con uno de sus enormes ojos ambarinos al amo. Hubiera podido semejar que era un gato, pero un gato cuyas alas medían más de treinta pies de largo, y en cuya mandíbula cupiera un niño sin ser siquiera rozado por los dientes.

- La Muerte es algo horrible.

Enión se revolvió un poco más, y una de sus enormes zarpas rascó sobre la arena del patio donde dormitaba al sol de la mañana, dejando un profundo surco.

- Para tí es difícil entenderlo. Antes que a mí, serviste a mi padre, y después que mí, servirás a mi hijo, y al hijo de mi hijo, y al hijo de su hijo... Y así, durante incontables años, hasta que una lanza afortunada o un cañón preciso apague tu fuego, o hasta que el Fin de los Tiempos nos consuma a todos.

No todos los dragones eran iguales; algunos desarrollaban una malévola inteligencia, o un espíritu gentil. Otros no eran más que enloquecidas bestias para la guerra, o cazadores implacables que gobernaban sobre dominios enteros. Pero incluso el más torpe y salvaje del pueblo de Aasterinian comprendía los sentimientos, y Enión miró a su amo con solícita comprensión desde su mirada y gañió suavemente.

El Emperador Häghendorf palmeó el lomo de su montura y continuó hablando.

-
Hay demasiados enemigos de parte a parte del ancho conocido. Brionne sigue perdido en una guerra estúpida por una comarca arruinada. Navrod se engrandece y nos desafía, manteniendo a Sylvania como colchón de una estúpida disputa. El Imperio Nassar crece más cada día, anunciando el tiempo de una guerra que hará teñirse de rojo el Mar de Rhûa que nos separa.

En medio de ambos, Maltheas se aferra a la débil esperanza de sobrevivir por la fuerza de la espada, sosteniéndose tan sólo por la precaria existencia de un mithril que no sabemos cuándo más va a durar. De las tierras del Este dicen los comerciantes de la Ruta de Jade que los Haiga se congregan alrededor del Gran Khan y que asediaron Grunkedash. El Rey de Caledor es un imbécil que pretende aprovecharse de la desgracia del Imperio para extender su poder, creyendo que puede desafiar al ejército imperial. Por doquier florecen adoradores y cultos a los Dioses Oscuros, y la Inquisición no puede estar en todas partes...


El Emperador de Ligenia le dió la espalda a su montura, mientras, con los brazos cruzados sobre sus riñones, agachada la cabeza, suspiró.

- Mi hijo no comprende aún cuán oscuros son los tiempos que se avecinan. Yo soy el único que puede sacar adelante al imperio. Soy el único que puede liberar a los pueblos libres de las Tierras del Oeste contra la tiranía de los Dioses Oscuros y alzar a la humanidad como parangones. Que los elfos sigan creyendo en viejas leyendas y esperen el retorno de los dioses al mundo de los hombres. Ésta es la Era de los Hombres y seremos los hombres quiénes tendremos que empuñar las espadas.

Su Majestad Imperial empezó a caminar hacia la entrada al recinto amurallado que rodeaba el patio de armas sobre el que había caminado para ver a Enión.

-
No puedo morir. La humanidad me necesita. ¿Puedes entenderlo, Enión? No puedo dejarme morir...

domingo, 13 de mayo de 2007

Frente al mar

Si alguna vez alguien se hubiera preocupado de preguntarle sencillamente si se encontraba sólo, probablemente muchas cosas hubieran cambiado. Algunas veces, cuando miraba la inmensidad del Mar de Rhûa, desde la costa, y se ponía a pensar, bañado por las luces cárdenas de otro atardecer, recordaba los años pasados, y no resultaban recuerdos agradables. Quizá (tan sólo quizá) si alguna vez su madre se hubiera parado a darle un beso de amor maternal, si su padre se hubiera preocupado tan sólo un poco de averiguar cómo se sentía (Amor de los dioses, aún sentía náuseas al recordar el mercado de animales de Erkidon) hubiera existido la posibilidad de que el destino hubiera transcurrido de otra manera.

Eran tan sólo conjeturas que su mente, poco dada a dejarse llevar por infames "y si", desechaba con un bufido de rabia. Pero ella era diferente. Le daba un porqué, un sentido y un nexo de unión con algo que poder llamar infancia, y familia. Había sido la primera persona - y eso, para cualquier niño, era un horror personal que nadie podía entender - que se había preocupado, alguna vez, por saber cómo se sentía.

Más de una vez le habían dicho que era amor. Todo era una patraña. Sería un insulto denigrar su relación con un término así, reducirla a otro objeto de dormitorio con la que compartir algo más que palabras; no, cualquiera serviría para algo así, pero ella era algo más. Alguien en quien, verdaderamente confiar, y la única persona por la que se dejaría matar sin dudarlo un sólo instante. Nadie se había explicado porqué un día se había dignado a defenderla. La primera vez que alguien le tiró de las trenzas - cuando ella aún llevaba trenzas -, lloró. La primera vez que alguien la insultó, sangró. Si alguien, alguna vez, quisiera hacerle daño, moriría.

Así era él.

Ahora - otra tarde más, otro atardecer, una nueva luz festoneada de rojo - volvía a mirar al mar, y las olas morir en la playa, y sentir el aroma a sal, y el eco de los gritos ásperos de los marineros, allí en el puerto, y se preguntó bajo qué techo dormiría esa noche y porqué no le habría pedido que le siguiera. Sabía, sin embargo, que igual que ella nunca le dejó a un lado - ni siquiera la primera vez que mató -, él tampoco podría hacerla.

No, no era amor. Era su hermana, y eso era mucho más grande. Pero nadie entendía eso.

En aquellas tardes, sentado frente al mar, afilaba su hacha y sonreía.

Como un animal.