lunes, 4 de junio de 2007

A nadie le importa

Permanecía encerrado.

Según el calendario de los hombres, Aenaráin - príncipe Aenaráin- había sido encerrado en aquella mazmorra húmeda a finales del año 2672. Contando las marcas que había ido dejando en la pared, debía de estar finalizando el otoño del año de 2688. Dieciséis años encerrado en aquél pedazo de piedra, con la compañía de los pájaros que cantaban en su pequeña ventana, al otro lado de los barrotes, y del rumor del mar que alcanzaba a ver, puesto sobre sus puntillas, como una línea festoneada de azul y plata.

Una sombra, era lo que quedaba del otrora altivo príncipe de Tor Alareth, respetado en las cuatro ciudades élficas del Mar del Norte. Una sombra depresiva y oscura, taciturna, silenciosa, que rumiaba oscuras promesas de venganza esperando el día en que, empuñando la espada, pudiera hacer justicia. 'Asesino', le habían llamado, cuando sólo había defendido el honor de su hermana. 'Asesino', y por defender el honor los hombres habían arrasado su ciudad, asesinado a su pueblo - a su querida Loradaine-, empañado su nombre y encerrado en esa mísera celda.

¿Dónde quedaba ahora la justicia? ¿Dónde estaban sus aliados y sus amigos? ¿Dónde la leatad? ¿Dónde los héroes élficos? A nadie le importaba la suerte del Príncipe Aenaráin ni la desgracia de Tor Alareth. Bardos élficos y trovadoras de suaves voces cantarían la desgracia de los salones de alabastro de la Ciudad de las Agujas en los opulentos salones de Caledor, y él, más longevo que cualquier hombre, observaría desde su agujero el paso de las dinastías en Gwyles, y tras su muerte, su nombre sería borrado de la historia, olvidado y perdido. A nadie de entre su pueblo (desde los príncipes de Caledor a los paladines de Corellon) le importaba su suerte, ya era un fragmento de la trágica historia élfica, una sombra que se apagaba.

Juntó las manos, se reclinó sobre su jergón de paja y rezó a Sûne para que alguien tuviera compasión de él.

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